Hace años dejé las extensas
llanuras de la Minnesota rural para dirigirme a la isla de Manhattan en busca
del héroe de mi primera novela. Cuando llegué allí en agosto de 1978, más que
un personaje era una posibilidad rítmica, una criatura embrionaria de mi
imaginación percibida como una serie de compases métricos que se aceleraban o
ralentizaban con mis pasos al recorrer las calles de la ciudad. Creo que
esperaba descubrirme a mí misma en él, demostrar que ambos éramos dignos de
cualquier historia que pudiera salirnos al encuentro. En Nueva York no buscaba
felicidad ni comodidades sino aventuras, y sabía que la persona aventurera debe
someterse a un sinfín de pruebas por tierra y por mar antes de regresar a casa,
o acaba sucumbiendo a manos de los dioses. Entonces no sabía lo que ahora sé:
que al escribir también me escribía. El libro había empezado a escribirse mucho
antes de que yo dejara las llanuras. En el cerebro tenía grabados múltiples
borradores de una novela de misterio, pero eso no significaba que supiera qué
iba a salir. Mi héroe aún por formar y yo nos dirigíamos a un lugar que era
poco más que una brillante ficción: el futuro.
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