Desfile de ciervos, Manuel Vicent, p. 137
En el sueño de Javier se
superpuso el rostro acuático de Ángela Molina en un légamo de algas. Una
generación de españoles había asociado a esta actriz con la vida naturista de
Ibiza. Esa isla se había convertido en paradigma de la libertad en los primeros años de la Transición. Realmente Ibiza
había sido descubierta en los años cincuenta por los bohemios locos, que la
asaltaron para vivir una inspiración que se inventaba cada día. Vida barata,
payeses, silencio, cigarras, paredes de cal, lagartijas autóctonas. Artistas,
escritores, golfos de oro con foulard establecieron su estética sobre una
esfumada polonesa de Chopin, los pantalones masculinos de la señora George Sand
y la luz áspera de la sequía que iluminaba la filosofía de Walter Benjamin.
Posteriormente fue exaltada por el hippismo auténtico y luego vulnerada por
impostores de receta, por la especulación, la moda y el turismo masivo, de chancleta
y mochila. Cada día los barcos descargaban jóvenes guerreros que iban a librar
batallas de sexo. Todos se sentían vencedores. Frente a esta Ibiza falsificada,
la de Ángela Molina parecía que aún era la de verdad. Parir hijos dentro del
agua, coronarse con la sombra de una higuera, permanecer desnuda de noche
señalando las constelaciones, vivir la vida beata al margen de la ansiedad de estar siempre en primer plano, ser
sincera y distinta. En los años setenta comenzó a establecerse el nudismo en
nuestro país como una actitud higiénica y natural. También fue una conquista de
la libertad de los cuerpos, que iba pareja a la libertad política y acompañada por
la cocina vegetariana, la teoría de las semillas, pulseras energéticas,
infusiones de percepción, recetas de la abuela, ascensión a la salud mediante
el kéfir y el yoga. El rostro de Ángela Molina era el símbolo de Ese oscuro
objeto del deseo, que rodó con ella Luis Buñuel en 1977, cuando este país
estaba rompiendo aguas en un parto difícil.
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