El fin de la locura, Jorge Volpi, p. 68
Eran sólo ocho personas: más que
un grupo de artistas de vanguardia, un piquete de soldados, de conspiradores,
de salvadores del mundo. Acudían de todas partes --de ahí la universalidad de su
desafío-, aunque ellos no guardaban ninguna simpatía hacia las naciones.
Pertenecían a una raza de desarraigados y prófugos, de exiliados voluntarios
que, en vez de escapar de los campos de concentración como sus padres,
intentaban hacerlo de esa otra prisión acaso más cinica y opresiva: la sociedad
burguesa (y el aburrimiento). Aunque eran jóvenes, no poseían ninguna de las características
que se asocian con este periodo de la vida: no eran ni inocentes ni ingenuos ni
incultos ni soñadores; no buscaban transformar el mundo agitando banderas,
combatiendo a la policía o portándose como niños malcriados. Su conjura era más
profunda, más intensa, menos predecible. En el mes de julio de 1957, sólo eran
ocho, y buscaban producir acciones memorables. Nunca tan pocos perturbaron
tanto en tan poco tiempo.
El lugar de reunión era un
pueblecito de la costa de Liguria, Cosio d'Arroscia. Si alguien los hubiese
visto entonces, habría imaginado que formaban uno de esos grupos que se
desplazaban por las carreteras europeas de la posguerra disfrazados de
vagabundos o de artistas. Sólo que ellos vestían sin distinción, incluso con
cierta sobriedad: querían pasar inadvertidos. Sabían que la única manera de
intervenir era manteniéndose al margen. Su metáfora perfecta era la pequeña
bola de metal que echa a andar las luces y la música de los pinballs, la chispa
de cigarro que incendia un bosque, el copo de nieve que desata una avalancha.
¿Qué pretendían? Difícil saberlo. Tal vez no les importaba decirlo. O no
buscaban nada, sin más. Los definía su voluntad de cambiar, de resistir, de
oponerse. ¿A qué? A todo, incluso a sí mismos. Aunque jóvenes, llevaban varios años
reuniéndose, dispersándose, recomponiéndose. Ahora, en ese minúsculo pueblo de
la costa ligur, fundaban una minúscula empresa cuya trascendencia se volvería
inimaginable: no una revista ni un movimiento, no una revolución ni un llamado a
las armas, aunque contuviese elementos de todo ello, sino algo más vasto e
indefinible. Como toda acción necesita un nombre, ellos también bautizaron su desafío: ese día de ju lio de 1957, en Cosio
d'Arroscia, esos ocho locos inventaron la Internacional Situacionista.
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