Desfile de ciervos, Manuel Vicent, p. 147
Después, en las tardes del café
Gijón, un grupo de náufragos, no más de cinco, en torno a un velador habían
elegido a Emma Suárez como la mujer de sus sueños. Solo era un pacto secreto. En
esa tabla redonda donde había cómicos, periodistas y algún magistrado siempre
se aludía a esta actriz como si fuera la vestal de una secta. Había un
comentario que funcionaba a modo de divisa: Emma Suárez era esa actriz que
siempre lo hacía bien. Nadie se permitía discutir este principio. Cuando se
hablaba de alguna película o de una obra de teatro donde ella trabajaba junto con
otras figuras estelares, los cinco enamorados querían ser el primero en decir:
«Emma es la que está mejor”. Su nombre fluctuaba siempre en los carteles sin
alcanzar una cima, pero ese segundo primer plano la hacía más atractiva, más deseable.
Era una actriz solo para degustadores, y de hecho los miembros de la asociación
preferían que se mantuviera siempre así: discreta, con un morbo envasado, con
ese mensaje en la mirada como queriendo decir: solo necesito un buen director
que me rompa por dentro. La sensación que daba Emma Suárez era la de una actriz
que había incorporado el arte a su experiencia de la vida. Su manera de actuar
tenía algo de artesanía después de fabricarse pieza a pieza el alma todos los
días. Era muy fácil imaginar a Emma Suárez como esa mujer fuerte, dura de
pelar, de una película de vaqueros. Tenía el moño rubio un poco desgreñado
mientras sacaba agua de un pozo, se quitaba el sudor de la frente con el dorso
de la mano, su marido con tirantes y calzones de felpa arreglaba el tejado de la
casa a martillazos, de pronto llegaban los cuatreros, Emma podía sacar el rifle
y disparar desde una ventana hasta ahuyentarlos; por la tarde el vaquero
desnudo se introducía en una cuba humeante y ella lo lavaba, también le había
dado tiempo a preparar una tarta de calabaza; al anochecer el vaquero leía
salmos de lsaías en el libro sagrado balanceándose en una mecedora. De pronto Emma
aparecía en camisón transparente en el vano de la alcoba y se soltaba el pelo,
que le caía sobre los hombros. El vaquero cerraba la biblia e iba hacia ella.
Javier era ese vaquero en sueños. En el momento de abrazarla, Emma le decía al
oído: “Nada me gusta más que volverme loca”.
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