EL BAILE DE LOS SOLDADOS
1918, junio
De pronto invadieron nuestra
ciudad miles de jóvenes, pobres chicos en su mayoría, a quienes habían sacado a
la fuerza de su granja, de su plantación, de su tiendecilla, y que procedían de
todos los estados del sur mientras que sus oficiales, recién salidos de la
academia militar bajaban del norte, de los Grandes Lagos y las praderas (nunca
habían vuelto a verse tantos yanquis en la ciudad desde la guerra civil, me
dice mamá).
Tan jóvenes, tan vigorosos,
aquellos guerreros risueños se nos venían encima haciendo mucho ruido y se
desparramaban por nuestras calles como bandadas de aves de plumaje azul, o
gris, o verde, algunas empenachadas de oro o de plata, consteladas de medallas
al valor y de barras de mil colores; pero todas, las aves del comedor de
oficiales y las avecillas del pelotón, los secesionistas y los abolicionistas,
unidos al fin, si no reconciliados, todos iban a volver a ponerse en camino
enseguida para iniciar una larga travesía del océano hacia la vieja Europa que
no era aún la de nuestros sueños, aunque sí el continente de una angustia
desconocida, de ese hecho desconocido que consistía en morir en una guerra
extranjera.
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