El fin del mundo, Jorge Volpi, p. 86
Resultaba muy fácil confundirlo
con un zorro: las matas blanquecinas que invadian sus parietales insinuaban un
obvio parentesco que se desvanecía al imaginarlo huyendo a toda velocidad de
una jauría. Para sus críticos, Lacan se asemejaba más bien a una serpiente, la
encarnación de la fatuidad y la sevicia, mientras que su cada vez más acuciada
pasión por los coches de carreras, los abrigos de pieles y las obras de arte
extravagantes (baste recordar su legendaria adquisición del Origen del mundo) lo
asemejaban a esas comadrejas decadentes y ampulosas que a veces ilustran el
Paris-Match. En cambio, sus partidarios lo veneraban como a un semidiós, un
titán merecedor de libaciones y sacrificios, un Moisés laico que, en vez de las
tablas de la ley, había descendido del Sinaí del inconsciente cargando los
conceptos fundamentales del psicoanálisis. Las razones de esta divergencia de
criterios se originaban en la propia naturaleza de su trabajo: si hubiese
tramado un corpus claro y legible, si le hubiese concedido a sus escritos
cierta transparencia, nadie se habría atrevido a cuestionar su talento; al
renunciar a la inteligibilidad, adentrándose en el reino del ocultismo y el
secreto, tácitamente autorizó que cada
cual lo interpretase a su manera, provocando la creación de un sinfin de
escuelas, sectas y herejías lacanianas.
A pesar de estos prejuicios,
aquella vez Lacan me pareció tan afable como un hermano mayor. Una nota de
timidez distinguía sus modales, un matiz de pudor se filtraba en su vehemencia y
su voz desentonada señalaba a un individuo inseguro y falto de cariño, un hijo
cuyo padre nunca fue capaz de transmitirle la confianza necesaria, un sabio
endeble y apasionado que, a pesar de sus caprichos, no se sentía cómodo en el
mundo. Nada en su trato íntimo recordaba al grave conferencista ensalzado por
cientos de devotos o al violento reconstructor del psicoanálisis que yo
admiraba. Lejos de los reflectores, destacaba la crueldad de su humor, la
rapidez de su ingenio y su natural capacidad de seducción. De pronto vislumbré
los motivos que mantenían a Claire atada a él: si bien sus detractores lo
tachaban de banal y mezquino, de sordo y rencoroso, ciegamente embelesado de sí
mismo, aquel día yo vi (deseé) un Lacan curioso, atento y tolerante. Un igual.
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