El fin de la locura, Jorge Volpi. p 56
La historia de su crimen posee
una economía dramática ejemplar. Imaginemos la escena: en una típica casa
burguesa de provincias, la estricta señora Lancelin y su hija Génevieve pasan la
tarde bordando pañuelos o jugando a las cartas; en el otro extremo de la
propiedad, sus dos sirvientas, pulcras y uniformadas, bregan con sus propias
labores: mientras Christine plancha la ropa -nadie deja los corpiños tan bien
almidonados como ella-, la pequeña Léa pliega las prendas y las coloca en las
gavetas de sus amas. La previsible rutina se quiebra de pronto cuando uno de
los apagones que con tanta frecuencia se producen en la zona sumerge la casa de
la señora Lancelin en una tiniebla violenta y azulosa. Como una señal acordada
-esa imprevista oscuridad es la llamada
al reino de la insania-, Christine se transforma en un ángel de venganza, en
una parca, en la irracional ejecutora de un dios enloquecido.
¿Cuál es el motivo de su ira? ¿Por
qué esas dos inofensivas criadas se convierten de pronto en carniceras (en
revolucionarias)? Las piadosas hermanas Papin no se limitan a segar las vidas de
sus amas; como si resarciesen una humillación que dura siglos, Christine y Léa
las torturan con pereza no sin antes arrancarles los ojos para que ·no espíen
lo que ocurre con sus cuerpos. A continuación, aplicando su habilidad con los
instrumentos de cocina, destazan las carnes blandengues de sus patronas, las
cortan en pedazos y las aplanan hasta convertirlas en filetes; eliminan sus
vísceras y esparcen sus restos por el suelo como sobras para los perros. Al
final, con esa boba naturalidad que las define, las hermanas Papin comprueban
que las puertas permanecen cerradas, se desvisten, se enjuagan un poco la
sangre, se colocan sus sempiternos camisones y se acuestan a la hora de
siempre. No hay en ellas el menor despilfarro de energía o conciencia de su
encono: acometen cada paso de su crimen con la misma abulia con que suelen
limpiar la loza o servir el vino. Su agravio no obedece a ninguna razón, la
señora Lancelin y su hija Génevieve nunca las maltrataron, nunca abusaron de
ellas, nunca se aprovecharon de su posición, nunca las golpearon.
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