Si ustedes creen haber
comprendido, de seguro se han equivocado.
Lacan, El Seminario, libro I
-¡Basta de ruido!
Los muros de la habitación me
resguardaban de su ira, no de sus lamentos: el clamor me perforaba los tímpanos
como un disparo a quemarropa. Extraviado, me acerqué a la ventana y aguardé. Al
principio sólo padecí una leve sacudida pero los espasmos se hicieron cada vez
más estrepitosos mientras un torrente de hormigas -o de esa otra plaga, los
humanos-, se aproximaba a toda prisa a mi refugio. Los balbuceos se
transmutaron en alaridos que lo mismo podían ser producto del gozo o de la
cólera: nuestra especie apenas distingue los sonidos de la agonía y del
orgasmo. Al taparme los oídos y anhelar una rápida sordera comprobé que mis
manos no frenaban las ondas expansivas; si bien esos rebeldes detestaban las
reglas, en cambio aullaban al unísono. La turba estaba compuesta por una marea
de infantes caprichosos: sólo así podía entenderse la puerilidad de sus
consignas y la torpeza de su euforia. ¿Qué pretendían? ¿Por qué vociferaban con
tal brío? ¿Ansiaban salvarme, lincharme, maldecirme? Advertía sus rostros
maltrechos –sus labios abiertos, sus colmillos, sus lenguas desatadas- muy
cerca, al otro lado de la acera.
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