Desfile de ciervos, Manuel Vicent, p. 139
Javier, en sueños, tendió la mano
conmovido hacia un sexo femenino misterioso, profundo, turbulento, y de pronto
creyó haber despertado en medio de la muerte, pero en realidad había perdido la
noción del tiempo y del espacio en medio de una duermevela en la que comenzó a
sonar una música confusa de Víctor Manuel, de Serrat, de Miguel Ríos, de
Sabina, de Aute, de Antonio Vega, y sobre ellos la figura de Ana Belén se
paseaba cantando La puerta de Alcalá hasta que su voz se impuso a la de todos
los demás. Cuando la política se abría a la libertad y una generación de
artistas jóvenes creía que las cosas podían cambiar cantando, Ana Belén, sin
perder su poder de seducción, estaba siempre donde había que estar, donde se
esperaba que estuviera: en la huelga de actores, en los mítines contra la OTAN,
al pie de todos los manifiestos, detrás de todas las pancartas. Ella es de los
nuestros, se decían los políticos progresistas. Sin perder el swing, la elegancia
que se ondulaba sobre su eje corporal, sin gritar ni descomponer la figura, se
había apuntado al Partido Comunista, que era el puerto natural donde recalaban
contra Franco todos los inconformistas, rebeldes, visionarios y compañeros de
viaje. Ana Belén estaba de moda. ¿Cómo una chica tan guapa, tan sexy, llena de
éxito, podía ser roja? Contra este icono comenzaron a urdir represalias los
reaccionarios, quienes llegaron a ponerle una bomba en su chalé de Torrelodones
acusándola de haber quemado una bandera española durante la representación de
una obra de teatro en México. Ana Belén también entró después en el paquete de
los que sufrieron el desencanto de los sueños juveniles. Pero ella seguía
siendo atractiva y conservaba todavía la energía del barrio de Embajadores, el
latido de la gente sencilla de la calle. La travesía de Ana Belén iba a doblar el
cabo del milenio y su rostro, aun en esos días, era todavía el icono de una
vieja lucha que más allá del desencanto conservaba el aura de resistente, ese
eje interior que por la planta de los pies la afinca siempre en la tierra.
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