Semana 1
LUNES. Pronto cumpliré sesenta y
siete años. ¿Soy un viejo? Evidentemente sí, pero a mi alrededor todo el mundo
lo niega. -Anda, anda, no digas tonterías.
A veces soy yo mismo el que lo
niega. Cuando paseo por el parque de buena mañana, por ejemplo, la imagen que
tengo de mí es la de un “muchacho”. Me estimula sentir el frío en el rostro, me
gusta apretar el paso hasta alcanzar el límite de la carrera, pienso con
ilusión en el periódico y la taza de té que me esperan al final de la caminata.
En ocasiones, a esas horas comienzo a imaginar ya la comida, incluso me acerco
al mercado y compro algo especial. Con frecuencia, mientras voy de acá para
allá, recuerdo la frase con la que comienza John Cheever sus memorias: “En la
madurez hay misterio, hay confusión”.
Cierto, hay misterio, hay
confusión, a veces el misterio procede de la confusión y la confusión del
misterio. Pero contesta ya, maldita sea, a la pregunta con la que te has
levantado de la cama este lunes de enero: ¿Eres o no eres viejo? Sí, coño, lo
soy, soy viejo. Un viejo.
MARTES. A vueltas todavía con el
asunto de ayer. Mientras atravieso el parque, oyendo crujir el hielo bajo mis
botas, pienso en los hormigueros, ahora cerrados. ¿Cuánto vive una hormiga, cómo
envejece, cuántos cadáveres de ellas habrá bajo la fina capa de hielo que se ha
formado durante la noche? ¿Cuán fría estará la tierra ahí abajo? Entonces me
viene a la cabeza la idea de escribir un
diario de la vejez. Un diario de la vejez. ¿Por dónde empezaría? La semana
pasada, por ejemplo, estuve en el dentista, que me arrancó la última muela del
lado derecho de la mandíbula superior.
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