«No vas a cambiar.» Han pasado ya
dos meses desde que mi padre pronunció
estas palabras. Atribuirle alguna premeditación sería como creerlo capaz de
responder a consideraciones distintas de las que su propia comodidad le dicta.
Con motivos más sólidos podría pensar que la ausencia de Marta no fue casual.
En realidad, es la necesidad de eludir mi responsabilidad la que me empuja a ese
tipo de tentaciones. La necesidad que en otras ocasiones me lleva a no
manifestarme, a rehuir los encontronazos, a protegerme en la sombra.
Se abren puertas que sabemos
definitivas, pero nada de verdad nuevo, salvo la conciencia de haberlas
atravesado, espera tras ellas.
Dos meses no son nada, me digo,
dos meses no es un tiempo que deba tenerse en cuenta.
El último día que vi a mi padre
hacía frío y llovía, y Marta y yo guardamos silencio de camino a su casa. Ella
conducía concentrada en la carretera y yo la observaba recordando las veces que
habíamos estado en una situación similar desde que, once años antes, en la
universidad, se había ofrecido a acercarme a casa. Yo venía de pasar la noche
recorriendo bares que ya no existen en compañía de una camarera con la que entonces
me acostaba
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