Babel contra Babel, Ferlosio, p. 2
Ya sé que la casi cinco veces
milenaria, la califal ciudad de Damasco tiene que haberse visto mil veces más
zarandeada y alterada por la Historia, o sea por la guerra, y hasta mucho más
europeizada por el vigoroso colonialismo francés, pero, con todo, a falta de
otro recurso que la imaginación, tuvo que ser sobre el único modelo de ciudad
islámica de que disponía, el de la pequeña Tetuán, como yo me representé las
azoteas de Damasco cuando una noticia de guerra me lo hizo necesario. En un
determinado trance de la guerra del Yom Kippur los Phantom israelíes lanzaron
un raid sobre Damasco. Como para hacer aún más azul ese cielo de batalla, al
oeste de mi Damasco imaginaria se divisaba casi encima el Antilibano y la
siempre nevada cumbre del Hermón, mientras, al este, el Barada, partido en
siete ríos y en innumerables acequias por la antigua sabiduría hidráulica de
los árabes, abrevaba con sus aguas el inmenso oasis. El raid israeli no cogió
desprevenidos a los sirios, que disponían en aquella ocasión de bien nutridas
baterías de cohetes perseguidores tierra-aire, capaces de rectificar su
trayectoria en vuelo con arreglo a los quiebros del avión; como, además, estos
cohetes eran trazadores, pues dejaban tras sí, al igual que los aviones, la
estela de su recorrido, la persecución quedaba espectacularmente dibujada,
explicada, contra el luminoso azul, y la batalla se estaba librando sobre el
mismo cielo de Damasco. Pero su población no bajó a protegerse del peligro a
los sótanos y a los refugios, sino que mujeres, niños, ancianos, la ciudad
entera subió a las azoteas, y cada vez que uno de sus cohetes alcanzaba un
phantom enemigo aniquilándolo en el aire o haciéndolo precipitar seguido de una
negra estela de humo toda Damasco prorrumpía en un inmenso alarido de triunfo y
alegría.
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