Ahora me rindo, Alvaro Enrigue,. p. 53
Los niños recibían otro
tratamiento. Apenas los capturaban, solían desnudarlos, atarlos a una estaca
cubiertos de grasa de burro y dejarlos al sol, para que se volvieran morenos.
Los dejaban largo tiempo sin comer, como si los estuvieran limpiando por dentro
-el proceso de adaptación no era grato-. Cuando ya estaban prietos y al borde
de la muerte por inanición, se los asignaban a alguna abuela, que los
acostumbraba lentamente a su nueva dieta y les enseñaba a comunicarse en apache.
Les endurecían el carácter sometiéndolos a pruebas brutales y al escarnio de
los demás niños si no podían imponerse. Cuando consideraban que ya estaban más
o menos adaptados, los entregaban a una familia en la que los trataban
exactamente igual que al resto de los hijos naturales de los padres.
Es cierto que el crecimiento de
un niño apache era infinitamente más duro que el de un criollo o un gringo
porque el entrenamiento militar de los guerreros comenzaba desde los seis o siete
años, pero también es cierto que todos los mexicanos y estadounidenses que
convivieron un periodo con los chiricahuas coinciden en apuntar, en todos los
testimonios que dejaron, que lo más notable que tenían los apaches como cultura
era la cantidad de tiempo y atención que les prodigaban a sus hijos. El jefe
Nana, aterrador fuera de la comunidad chiricahua, era recordado por los niños
apaches que años después entrevistó E ve Ball como un viejo dulcísimo y un
payaso memorable, que se demoraba contándoles historias mientras sus padres
estaban ocupados.
Una infancia apache tiene que
haber sido, con todo, estupenda: los niños cautivos solían esconderse en la
montaña cuando llegaban los soldados mexicanos o gringos, para evitar que los
rescataran. En las ocasiones en que los descubrían y devolvían a sus padres,
era común que huyeran de nuevo al monte a reencontrarse con su nación electa.
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