Barquillos
Comenzaba a amanecer, pero las
primeras y vagas luces del alba a duras penas lograban colarse por las tortuosas
curvas de la calle de los Castros, cuando el señor Rosendo, el barquillero que
disfrutaba de más parroquia y popularidad en Marineda, se asomó, abriéndose a
bostezos, a la puerta de su mezquino cuarto bajo. Vestía el madrugador un
desteñido pantalón grancé' reliquia bélica, y estaba en mangas de camisa. Miró
al poco cielo que blanqueaba por entre los tejados, y se volvió a su cocinilla,
encendiendo un candil y colgándolo del estribadero de la chimenea. Trajo del
portal un brazado de astillas de pino, y sobre la piedra del fogón las dispuso artísticamente
en pirámide, cebada por su base con virutas, a fin de conseguir una hoguera
intensa y llameante. Tornó del vasar un tarterón, en el cual vació cucuruchos
de harina y azúcar, derramó agua, cascó huevos y espolvoreó canela. Terminadas
estas operaciones preliminares, estremecióse de frío -porque la puerta había
quedado de par en par, sin que en cerrarla pensase- y descargó en el tabique
dos formidables puñadas.
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