Cuentos completos, Roberto Bolaño, p. 434
Cuando me tomaba un descanso
buscaba la compañía de otros policías. Conocí a uno, muy viejo y enflaquecido
por la edad y por el trabajo, que a su vez había conocido a mi tía y a quien le
gustaba hablar de ella. Nadie entendía a Josefina, decía, pero todos la querían
o fingían quererla y ella era feliz así o fingía serlo. Esas palabras, como
muchas otras que pronunciaba el viejo policía, me sonaban a chino. Nunca he
entendido la música, un arte que nosotros no practicamos o que practicamos muy
de vez en tanto. En realidad, no practicamos y por lo tanto no entendemos casi
ningún arte. A veces surge una rata que pinta, pongamos por caso, o una rata que
escribe poemas y le da por recitados. Por regla general no nos burlamos de
ellos. Más bien al contrario, los compadecemos, pues sabemos que sus vidas
están abocadas a la soledad. ¿Por qué a la soledad? Pues porque en nuestro
pueblo el arte y la contemplación de la obra de arte es un ejercicio que no
podemos practicar, por lo que las excepciones, los diferentes, escasean, y si,
por ejemplo, surge un poeta o un vulgar declamador, lo más probable es que el
próximo poeta o declamador no nazca hasta la generación siguiente, por lo que
el poeta se ve privado acaso del único que apreciar su esfuerzo. Esto no quiere
decir que nuestra gente se detenga en su ajetreo cotidiano y lo escuche e
incluso lo aplauda o eleve una moción para que al declamador se le permita sin
trabajar. Al contrario, hacemos todo lo que está en nuestras manos, que no es mucho, para
procurarle al diferente un simulacro de comprensión y de afecto, pues sabemos
que es, básicamente un ser necesitado de afecto. Aunque a la larga, como un
castillo naipes, todos los simulacros se derrumban. Vivimos en colectividad y la
colectividad sólo necesita el trabajo diario, la ocupación constante de cada
uno de sus miembros en un fin que escapa a los afanes individuales y que, sin
embargo, es lo único que garantiza nuestro existir en tanto que individuos.
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