La Tribuna. Emilia Pardo Bazán, p 212
Lo más característico del barrio
eran los chiquillos. De cada casucha baja y roma, al salir el sol en el
horizonte salía una tribu, una pollada, un hormiguero de ángeles, entre uno y
doce años, que daba gloria. De ellos los había patizambos, que corrían como
asustados palmípedos; de ellos, derechitos de piernas y ágiles como micos o
ardillas; de ellos, bonitos como querubines, y de ellos, horribles y encogidos
como los fetos que se conservan en aguardiente. Unos daban indicios de no sonarse
los mocos en toda su vida, y otros se oreaban sin reparo, teniendo frescas aún
las pústulas de la viruela o las ronchas del sarampión; a algunos, al través de
las capas de suciedad y polvo que les afeaban el semblante, se les traslucía el
carmín de la manzana y el brillo de la salud; otros ostentaban desgreñadas
cabelleras, que si ahora eran zaleas o ruedos, hubieran sido suaves bucles cuando
los peinaran las cariñosas manos de una madre. No era menos curiosa la
indumentaria de esta pillería que sus figuras. Veíanse allí gabanes
aprovechados de un hermano mayor, y tan desmerusadamente largos, que el talle
besaba las corvas y los faldones barrían el piso, si ya un tijeretazo no los
había suprimido; en cambio, no faltaba pantalón tan corto que, no logrando encubrir
la rodilla, arregazaba impúdicamente descubriendo medio muslo. Zapatos, pocos y
esos muy estropeados y risueños, abiertos de boca y endeblillos de suela; ropa
blanca, reducida a un jirón, porque, ¿quién les pone cosa sana para que luego
se revuelquen en la carretera y se den de mojicones todo el santo día, y se
cojan a la zaga de todos los carruajes, gritando: «¡Tralla, tralla!>>
De lo que ninguno carecía era de
cobertera para el cráneo: cuál lucía hirsuta gorra de pelo, que le daba semejanza
con un oso; cuál un agujereado fieltro sin forma ni color; cuál un canasto de
paja tejido en el presidio, y cuál un enorme pañuelo de algodón, atado con tal
arte, que las puntas simulaban orejas de liebre. ¡Oh, y qué cariño profesaban
los benditos pilluelos a aquella parte de su vestimenta! Antes se dejarían
cortar el dedo meñique que arrancar la gorra o el sombrero; nada les importaba
volver a casa de noche sin una pierna de calzón o sin un brazo de la Chaqueta;
pero con la cabeza descubierta, sería para ellos el más grave disgusto.
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