Babel contra Babel, Ferlosio, p. 653
Mi padre me contó una vez una
fábula china que es para mí -por encubrir púdicamente en la barata y
estereotipada expresión inglesa una declaración tan enfáticamente subjetiva-
the most wonderful tale I ever heard-, pero de la que ni él me llegó a decir la
fuente ni la época, ni nada he vuelto a saber después por ningún otro conducto.
El emperador de la China quería inmensamente a una única hija que tenía y,
temeroso de darla en matrimonio a un hombre que la hiciese sufrir, ordenó a los
mandarines que recorriesen el imperio y encontrasen al joven que tuviese el
rostro de la perfecta santidad. Al fin, de entre todos los aspirantes que de
las más apartadas regiones de la China fueron traídos a la corte, se eligió al
que acabó siendo dado en matrimonio a la hija del emperador, a la que, no
defraudando la elección, supo, en efecto, hacer siempre dichosa, viviendo con
ella amorosa y santamente hasta el fin de sus días. Mas cuando estaba siendo
amortajado y adornado para. la sepultura, un cortesano notó junto a su sien,
con la yema de los dedos, el borde de una delgadísima máscara de oro que cubría
su rostro. “¡Ha prevaricado¡”, gritó el mandarín, al tiempo que arrancaba de un
golpe la máscara, para hacer manifiesta la terrible y sacrílega impostura; pero
cuál no sería el asombro y la admiración de todos los presentes al ver que el
semblante que entonces se mostró a sus ojos tenia las facciones absolutamente
idénticas a las de la máscara.
(En la foto Mishima)
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