Cuentos completos, Roberto Bolaño, p. 515
¿Qué pueden hacer Sergio Pitol,
Fernando Vallejo y Ricardo Piglia contra la avalancha de glamour? Poca cosa.
Literatura. Pero la literatura no vale nada si no va acompañada de algo más
refulgente que el mero acto de sobrevivir. La literatura, sobre todo en
Latinoamérica, y sospecho que también en España, es éxito, éxito social, claro,
es decir, es grandes tirajes, traducciones a más de treinta idiomas (yo puedo
nombrar veinte idiomas, pero a partir del idioma número 25 empiezo a tener
problemas, no porque crea que el idioma número 26 no existe sino porque me
cuesta imaginar una industria editorial y unos lectores birmanos temblando de
emoción con los avatares mágico-realistas de Eva Luna), casa en Nueva York o
Los Ángeles, cenas con grandes mandatarios (para que así descubramos que Bill
Clinton puede recitar de memoria párrafos enteros de Huckleberry Finn con la
misma soltura con que el presidente Aznar lee a Cernuda), portadas en Newsweek
y anticipos millonarios.
Los escritores actuales no son
ya, como bien hiciera notar Pere Gimferrer, señoritos dispuestos a fulminar la
respetabilidad social ni mucho menos un hatajo de inadaptados sino gente salida
de la clase media y del proletariado dispuesta a escalar el Everest de la
respetabilidad, deseosa de respetabilidad. Son rubios y morenos hijos del
pueblo de Madrid, son gente de clase media baja que espera terminar sus días en
la clase media alta. No rechazan la respetabilidad. La buscan desesperadamente.
Para llegar a ella tienen que transpirar mucho. Firmar libros, sonreír, viajar
a lugares desconocidos, sonreír, hacer de payaso en los programas del corazón,
sonreír mucho, sobre todo no morder la mano que les da de comer, asistir a
ferias de libros y contestar de buen talante las preguntas más cretinas,
sonreír en las peores situaciones, poner cara de inteligentes, controlar el
crecimiento demográfico, dar siempre las gracias.
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