Ahora me rindo, Alvaro Enrigues, p. 86
Unas horas después, tras alguna
mesa redonda seguramente sin concurrencia, regresamos Miquel y yo en taxi al
modestísimo hotel madrileño que la editorial había podido pagarnos. No era
tarde, pero ya estaba cansado, por lo que se quedó dormido al poco de que
arrancara el coche. Abrió los ojos cuando pasábamos frente al Palacio Real,
iluminado a todo trapo. Me preguntó qué era aquello y se lo dije. Antes de
volverse a dormir anotó con una sabiduría que habría sido imposible en sus
vigilias de niño: Está muy bien que haya rey si eres el rey.
Tapé mi plumín y me lo metí en la
bolsa interior del saco, pensando que en la parte de afuera de mi hijo había
una ambición, pero que en la de adentro había un republicano, que si quería
estudiar en Europa podíamos ahorrar, que si traicionaba ese instinto iba a
terminar jodiéndole otros. Me deshice en disculpas frente al cónsul antes de
salir casi corriendo de su oficina y del edificio que la albergaba y de la
cuadra en que está asentado. Ya en el metro, me senté en una de las bancas de
madera de la sala de espera y le escribí a Miquel un largo mensaje de texto que,
decía que en 1815 a don José María Morelos le habían metido carbón ardiente por
el culo para que jurara lealtad al rey, que al terminar con los alaridos dijo
que no, así que le hicieron una incisión en los huevos, le sacaron lo que haya adentro
y le pusieron dos piedras de sal y se los cerraron de nuevo. Como permaneció
impávido, lo mandaron fusilar, pero al día siguiente. En la madrugada de su
sacrificio, pidió, sin quejarse del escozor salvaje que habrá sentido en los
testículos, un puro para fumárselo después del desayuno y antes de que lo ejecutaran
de rodillas y por la espalda. Él mismo se ató la venda de los ojos. Esa
resistencia de apache, le escribí a Miquel, no puede pasar en vano entre
nosotros.
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