Cuentos completos, Bolaño, p. 220
En ese momento me temí lo peor,
me senté a su lado y durante un rato ambos permanecimos con los cuellos de
nuestros abrigos levantados y en silencio. Ofrecen un niño a ese dios, retomó
su historia tras escrutar la plaza en penumbras, como si temiera la cercanía de
un desconocido, y durante un tiempo que no sé medir el niño encarna al dios.
Puede ser una semana, lo que dure la procesión, un mes, un año, no lo sé. Se
trata de una fiesta bárbara, prohibida por las leyes de la república india,
pero que se sigue celebrando. Durante el transcurso de la fiesta el niño es colmado
de regalos que sus padres reciben con gratitud y felicidad, pues suelen ser
pobres. Terminada la fiesta el niño es devuelto a su casa, o al agujero inmundo
donde vive, y todo vuelve a recomenzar al cabo de un año.
La fiesta tiene la apariencia de
una romería latinoamericana, sólo que tal vez es más alegre, más bulliciosa y
probablemente la intensidad de los que participan, de los que se saben
participantes, sea mayor. Con una sola diferencia. Al niño, días antes de que
empiecen los festejos, lo castran. El dios que se encarna en él durante la
celebración exige un cuerpo de hombre -aunque los niños no suelen tener más de
siete años- sin la mácula de los atributos masculinos. Así que los padres lo
entregan a los médicos de la fiesta o a los barberos de la fiesta o a los
sacerdotes de la fiesta y éstos lo emasculan y cuando el niño se ha recuperado
de la operación comienza el festejo. Semanas o meses después, cuando todo ha
acabado, el niño vuelve a casa, pero ya es un castrado y los padres lo rechazan.
Y entonces el niño acaba en un burdel. Los hay de todas clases, dijo el Ojo con
un suspiro. A mí, aquella noche, me llevaron al peor de todos.
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