El primer caso de polio de aquel
verano se produjo a comienzos de junio, poco después del Día de los Caídos, en un
barrio italiano pobre que estaba en el otro extremo de la población donde
nosotros vivíamos. En el ángulo sudoeste de la ciudad, en el barrio judío de
Weequahic, apenas nos enteramos, como tampoco oímos hablar de la siguiente
serie de casos desperdigados por casi todos los barrios de Newark excepto el
nuestro. Hubo que esperar a la festividad del Cuatro de Julio, cuando ya se
habían registrado cuarenta casos en la ciudad, para que en la primera plana del
periódico vespertino apareciera una noticia titulada “Las autoridades sanitarias
alertan a los padres sobre la polio”, donde se citaba al doctor William
Kittell, inspector del Consejo de Sanidad, quien había prevenido a los padres
para que observaran detenidamente a sus hijos y, en caso de que un niño mostrara
síntomas como dolor de cabeza, garganta irritada, náuseas, rigidez de cuello,
dolor en las articulaciones o fiebre se pusieran en contacto con el médico.
Aunque el doctor Kittell reconocía que cuarenta casos de polio eran más del
doble de los que solían producirse al comienzo de la temporada, quería dejar
claro que aquella ciudad de 429.000 habitantes en modo alguno sufría lo que
podría considerarse una epidemia de poliomielitis. Aquel verano, como todos,
había motivos de preocupación, y era necesario adoptar las medidas higiénicas
apropiadas, pero aún no había razones para que cundiera la alarma que,
veintiocho años atrás, habían mostrado los padres durante el brote más largo de
la enfermedad jamás producido
No hay comentarios:
Publicar un comentario