La vida negociable, Luis Landero, p. 178-179
¿Qué son las peluquerías sino
pequeñas universidades populares? Fíjate en mí. Yo apenas tengo estudios, y sin
embargo ya ves, y más que verás, cómo me expreso, con qué facilidad hilo
conceptos, sintetizo lo mucho y analizo lo poco, sé hablar prolijo o breve
según las conveniencias, y en una conversación, puedo aportar algo a cualquier tema,
y alguna luz a cualquier controversia. Y de pullas, citas, chirigotas, burlas,
desplantes y retruécanos, todos los que quieras. Un peluquero tiene que saber
hablar y adaptarse a todo tipo de asuntos y discursos, lo mismo con un rey que
con el último vasallo. Porque igual que hay gente de lo más sofisticada, hay
otra que se las apaña con un poco de pan y algo de unte, y también para
alimentar el alma se arregla con lo básico, unos refranes, unas anécdotas, unos
chistes, el sentido común y poco más, y con eso les vale. Como el buen torero,
tenemos que saber lidiar todo tipo de toros.
Un peluquero, seguía
adiestrándome en los secretos del oficio, ha de tener también una amplia
batería de temas de coloquio, y ser un poco o un mucho psicólogo para conocer los
gustos y el carácter de cada cliente. En una peluquería se habla mucho de
política, y es deber y arte del peluquero moderar y matizar continuamente las
opiniones de los pelucandos. O, por ejemplo, tener un chiste a tiempo, entre
los muchos que se sabe, para poner una nota de humor en una discusión que
comienza a nublarse. El peluquero, por otra parte, está expuesto a un sinfín de
influencias ideológicas. Y o he conocido a peluqueros, y a mí mismo me ocurrió
de joven, cuando tenía poca experiencia, que se levantaron de derechas y al
término de la jornada eran ya anarquistas confesos, o de ateos pasaban a
místicos, o se hacían futboleros fanáticos sin haber dado nunca una patada a
una pelota.
Porque una peluquería es un
espacio público de libertad y democracia, me decía, donde las opiniones
circulan a su antojo, salvo que el peluquero (y es que en todos los oficios hay
gente absolutista) imponga en ella la dictadura de sus propias ideas. Porque
has de saber que la civilización les debe mucho a las peluquerías. Ellas
cohesionan a la sociedad. iCuántas revoluciones y fuertes corrientes de opinión
no se habrán gestado en las antiguas barberías de Menfis, de Atenas o de Roma!
Pero, por otro lado, también la peluquería es un espacio privado, y hasta de
intimidad, donde, en voz baja, y a veces compungida, el pelucando se confiesa con
su peluquero. Y es que la autoridad de los peluqueros sobre sus pelucandos,
cuando el peluquero domina las artes de su oficio, es comparable acaso a la del
médico con sus pacientes o a la del sacerdote con sus feligreses. Al peluquero le
cuentan lo que a nadie se atreverían a contar, secretos sobre su trabajo, sobre
su matrimonio y sus amoríos, sobre su salud, sobre sus triunfos y miserias. Y
es que, de algún modo, el cabello es la extensión del pensamiento y hasta de la
conciencia. De ahí que el peluquero deba ser un hombre discreto, piadoso y
seguro de sí, con una escala de valores amplia y flexible, que le permita
comprender, aconsejar, conciliar, consolar, dar y quitar razones, guiar y
reconducir, como experto y gran conocedor del alma humana que es.