Expiación, Ian McEwan, p. 63
La jerga exclusiva de Cambridge
que empleaba Cecilia -los Halls, el Baile de las Doncellas, y todo aquel
desaliño narcisista, las bragas secándose delante de la estufa eléctrica y el
compartir dos un solo cepillo-- disgustaba un poco a Emily, aunque no le
inspiraba ni por asomo celos. Había sido educada en casa hasta los dieciséis años
y fue enviada a Suiza a pasar dos años que se vieron restringidos a uno solo
por razones económicas, y sabía a ciencia cierta que todo aquel tinglado de las
mujeres en la universidad era, en realidad, pueril, a lo sumo una juerga inocente,
como el equipo femenino de regatas y el posar junto a sus hermanas, acicaladas con la solemnidad del progreso social.
Ni siquiera otorgaban a las chicas diplomas adecuados. Cuando Cecilia volvió a
casa en julio con sus notas finales -¡qué descaro por su parte estar
descontenta de ellas!-, no tenía trabajo ni aptitudes y todavía le faltaba
buscar un marido y afrontar la maternidad, y ¿qué iban a decirle a este respecto
sus profesoras intelectualoides, con sus apodos idiotas y su reputación temible?
Aquellas mujeres presuntuosas habían
conquistado una inmortalidad local a causa de las excentricidades más insulsas
y más tímidas: pasear a un gato atado con una correa de perro, montar en una
bici de hombre, dejarse ver comiendo un bocadillo en la calle. Una generación
más tarde, aquellas damas tontas e ignorantes estarían bien muertas y seguirían
siendo veneradas en los refectorios universitarios, donde harían sobre ellas
comentarios en voz baja.
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