El amor del revés, Luigsé Martín, p. 54-55
Leía las crónicas épicas que se
hacían sobre esos travestís, junto a las fotografías, para reforzar mis
convicciones: en las operaciones de cambio de sexo, decía Graziella Scott, se
producían un veinte por cierto de muertes. Ella había corrido ese riesgo para
poder llegar a ser una vedette de cabaret y soñaba con casarse con un hombre “guapo,
con dinero, muy conocido y muy apasionado, e inteligente”Un matrimonio, desde
mi punto de vista de aquella época, más difícil que el de Gregario Samsa con Anna
Karénina.
La segunda sección que me embeles
aba era el concurso “Chico del Año”, en la que se reunían las fotografías
amateurs de una serie de participantes de diferente pelaje que soñaban con
triunfar en el mundo del espectáculo. Algunos posaban desnudos, obscenos, pero
la mayoría de ellos, más recatados, enviaban imágenes melindrosas junto a una
descripción angelical de sí mismos. El paso del tiempo ha convertido aquellas
fotos en inocentes y rancias, pero cuando yo las veía me sentía trastornado por
la cercanía de los muchachos que formaban parte del elenco: eran chicos
normales, de aspecto vulgar, que podrían confundirse con mis compañeros de
clase o con mis vecinos. De hecho, siempre miraba las fotografías con la
esperanza de encontrar a algún conocido que me permitiera descartar la sospecha
–nunca demasiado seria- de que aquella sección de la revista era un artificio
teatral hecho con actores contratados. Había uno de aquellos postulantes que me
aturdió especialmente. Cuando tiré la revista, al segundo día, recorté su
fotografía, que era más fácil de ocultar, y la guardé entre las páginas de un
libro de Juan Carlos Onetti que nadie iría a buscar: La vida breve. Conservo la
fotografía y trato de imaginar cómo será ahora ese muchacho de rostro rufianesco
y desafiante que, sentado en una silla de cocina, con las piernas bien abiertas
y la verga sin guaridas ni disimulos, miraba a la cámara con soberbia. Se
parecía al Roben de Niro de Taxi Driver: la nariz grande, los ojos bizarros y
enigmáticos, el cuerpo de músculos tensos. Se llamaba José Antonio, tenía
dieciocho años y vivía en Madrid. Reclamaba para sí una oportunidad que le
permitiera demostrar sin rémoras su talento.
La tercera sección era la joya
espiritual de esos papeles mal impresos. Se trataba de un consultorio
sentimental titulado “De tú a tú” y dirigido por el periodista Luis Arconada. Los
lectores escribían cartas contando sus problemas sexuales o emocionales, y los
expertos de la revista les ofrecían soluciones razonables y les consolaban de
sus dolores. Yo había crecido escuchando en mi casa cada tarde el consultorio radiofónico
de Elena Francis, donde proliferaban los relatos melodramáticos de amores
terribles y de malquerencias, pero nunca había imaginado entonces que alguien tuviera
la desvergüenza de confesar en público pasiones inmorales semejantes a las que
a mí me atravesaban los pensamientos. En aquellas páginas leí por primera vez historias
conmovedoras de personas -de hombres- que sentían con el mismo extravío que yo.
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