El puerto
Mr. Tench salió a buscar su
cilindro de éter, bajo el sol llameante de México y el polvo blanquecino. Unos
cuantos zopilotes se asomaron desde el tejado con apática indiferencia; todavía
no era él una carroña. Un vago sentimiento de rebeldía sacudió su corazón; se
destrozó las uñas al arrancar un pedrusco del suelo, que arrojó a las aves. Una
de ellas partió aleteando sobre la ciudad: sobre la plaza chiquitina; sobre el
busto de un ex presidente, ex general, ex ser humano; sobre los dos tenderetes
donde se vendía agua mineral; hacia el río y el mar. N o encontraría nada, ya que
los tiburones buscaban carroña por allí. Mr. Tench atravesó la plaza.
Le dijo Buenos días a un hombre
con pistola que estaba sentado en un cuadrito de sombra contra la pared. Pero
allí no era como en Inglaterra: el hombre no contestó nada, tan sólo alzó la
vista con malevolencia, como si jamás hubiera tenido trato con él, como si él
no fuera quien puso el forro de oro en dos de sus muelas.
Mr. Tench pasó sudando, dejó
atrás la Tesorería que antes fue iglesia, y se dirigió al muelle. A mitad de
camino se le olvidó de pronto por qué había salido. ¿Por un vaso de agua
mineral? Era cuanto se podía beber con el estado de prohibición, excepto la
cerveza; pero ésta era monopolio del Gobierno y demasiado cara, salvo en
ocasiones especiales. Una horrible sensación de náusea le afligió el estómago. No
podía ser agua mineral lo que necesitaba.
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