La trabajadora, Elvira Navarro, p. 111-112
Vestía ropa de Serrano y
Velázquez, prendas de diseñadores para equilibrar con el buen gusto, y a veces
con cierta ostentación que nunca era chusca, una cintura que parecía un barreño
y una papada que caía sobre collares exquisitos. Caminaba con la espalda recta
y un discreto baile de cadera, le gustaban las botas altas y las medias de hilo
componiendo arabescos. Tenía un sexy de presidenta de comunidad autónoma, ese
tipo de sexy que da el mucho poder discreto, y siempre me había parecido que lucía
demasiadas variantes de pendientes y colgajos para la esforzada vida de editora
reclinada sobre manuscritos, aunque esto último no era más que un prejuicio
mío. Yo llevaba ya unos cuantos años comprobando el aspecto de ser solo
gestores que tenían algunos editores, y de hecho, la mayor parte del tiempo
eran únicamente gestores. Incluso formaba parte de mi prejuicio que alguien del
sector del libro no podía votar a un partido de derechas, lo que también era
una visión heredada que luchaba por persistir, pues seguía tratándose, a pesar
de todo, de una idea consoladora. Resultaba además probable que casi nadie en
la empresa votara a un partido de derechas, si bien se adscribían a una
izquierda de modos y modas pijas conforme subías a los pisos de arriba, y a
veces de modos y modas cool. Quienes ahora ocupaban cargos y tenían mi edad
eran nietos o sobrinos de los fundadores del grupo, nietos y sobrinos que se
habían educado en colegios exclusivos para estudiar luego Administración de
Empresas y un máster; estos altos cargos de mi edad trataban con los escritores
y con los curritos como yo desde el orgullo de su ropa y su bronceado, y les
gustaba marcar sus glúteos de gimnasio. En ocasiones arrastraban cierto
complejo de inferioridad intelectual, pues habían aterrizado en los despachos
leyendo lo justo y a desgana, y con una conciencia tardía de que la solvencia
en temas humanísticos es también un demento de distinción con el que resulta dificil
familiarizarse en un cursillo. Comprobaban esto aterrados; en sus universidades
privadas y en sus másteres se habían topado con hijos de grandes empresarios
ajenos al mundo de la cultura, y no les había hecho falta más que sacar unas
notas aceptables y lucir guapos y con un buen coche para lograr la aceptación.
Muchos sabían que ya iban a ser para
siempre como esos que han aprendido a tocar tarde un instrumento y que se
acercan a un virtuosismo de segunda, pues tampoco tenían talento para crear desde
lo precario. Los más resentidos te miraban con odio y trataban de humillarte.
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