De niña Virginia Woolf era una
gran aficionada a cazar mariposas y polillas. Con ayuda de su hermana y
hermanos, solía embadurnar los troncos de los árboles con melaza para atraer y
capturar a los insectos y clavar después sus cuerpos sin vida en planchas de
corcho, con las alas extendidas y sujetos por alfileres. Su interés no decayó con
la madurez y cuando descubrió que también a mí me gustaba cazar insectos,
insistió en que saliéramos juntosde expedición por los campos de Long Barn, la
casa que mi familia tenía en Kent, a tres kilómetros de Knole, donde había
nacido mi madre [Vita Sackville-West]. Yo tenía nueve años. Una tarde de verano mientras peinábamos
las altas hierbas con nuestras redes sin atrapar nada, Virginia se detuvo de
pronto, y apoyándose en su bastón de bambú como un salvaje descansaría sobre su
azagaya, me preguntó: “¿Cómo es ser niño?”. Yo, sorprendido, repuse: “Bueno,
Virginia, ya lo sabes. Tú también has sido niña. Yo no sé cómo es ser tú,
porque nunca he sido mayor”. Fue la única ocasión en que conseguí sacar lo
mejor de ella, dialécticamente.
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