l. EL NACIMIENTO DE LA CUCARACHA
En el verano de 2010, el escritor
Fernando Marías y yo tuvimos una conversación mística mientras desayunábamos juntos
en un hotel de Gijón. Algún patriarca de la Iglesia católica acababa de hacer
unas declaraciones paleolíticas sobre la inmoralidad de las leyes o la
indecencia de las costumbres, y Fernando, melancólico, se lamentaba de que pervivieran
todavía en el siglo XXI esas admoniciones casi satánicas que tanto dolor nos
habían causado a todos en nuestra infancia. Él había estudiado en un colegio
religioso de Bilbao y recordaba los males infernales con que le amenazaban los
curas a los trece o los catorce años si pecaba contra el mandamiento de la
carne: «Evitar el pecado de obra o de palabra era todavía fácil a esa edad,
pero bastaba un pensamiento impuro para condenarse, y como era tanta la
angustia que yo tenía de caer en los tormentos del fuego eterno, rezaba para
que no me gustaran las chicas. Era así: me arrodillaba y le pedía a Dios que no
me gustaran las chicas.» Entonces, con esa metodología proustiana de la memoria
olfateada, me acordé de mí mismo pidiéndole a Dios lo contrario al principio de
mi adolescencia: Yo en cambio me arrodillaba y le pedía a Dios que me gustaran.
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