Imagino una pequeña estación de
ferrocarril, diez minutos antes del oscurecer. Pasado el andén están las aguas
del rio Wekonsett, que difunden un sombrío resplandor. La arquitectura de la
estación es extrañamente informal, sombría, pero no grave, y casi recuerda una
pérgola, una cabaña o una casa de verano, pese a que aquí los inviernos son
duros. Las farolas distribuidas a lo largo del andén tienen un aire delicado
que casi se palpa. Se diría que el escenario es la esencia del argumento.
Viajamos sobre todo en avión y, sin embargo, parece que el espíritu de nuestro
país ha conservado el carácter de una tierra de ferrocarriles. U no despierta
en el dormitorio de un coche-cama a las tres de la madrugada, en una ciudad cuyo
nombre no conoce y quizá nunca descubra. En el andén hay un hombre con un niño
sobre los hombros. Hacen gestos de despedida a un viajero, pero ¡qué hace el niño
tan tarde, y por qué llora el hombre? En un desvío, al otro lado del andén, hay
un coche comedor iluminado, y un camarero está sentado, solo, frente a una
mesa, haciendo sus cuentas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario