Si he de ser sincero, diré que en
casa habíamos oído hablar de cierta manera de Madrid, mucho antes de que yo fuese
allí para pasar una temporada. Mi padre había estudiado en la Escuda de
Agricultura de la Moncloa algunas ciencias geométricas y diversas asignaturas
vagamente agrarias. En su despacho podía verse una orla deslucida que recordaba
las glorias más bien desvanecidas de sus aventuras académicas y madrileñas. En
invierno, después de cenar, cuando mis hermanos y yo éramos pequeños, nuestro
padre, antes de salir a echar el pienso a la yegua, solfa contarnos cosas de
aquellos días. Muy agradable debía ser lo que decía, en su vaga lejanía, porque
nos adormecíamos escuchándolo mientras el fuego encendía nuestras mejillas. Así que nos veía dulcemente
naufragados -en brazos de Orfeo, para decirlo como los literatos idealistas- su
exposición se iba haciendo más pausada, bajaba el tono de la voz y al final
decía unas últimas palabras, como si susurrase, de una manera que para nosotros
era deliciosamente ininteligible.
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