A fin de cuentas, vivíamos bien.
Cada estación aportaba sus frutos y sus placeres, y la Tierra del Ocaso no era
avara. Los vicios en el gobierno del Reino eran tan antiguos y sus perjuicios,
tan caprichosos en su enmarañamiento que acababan participando en los altibajos
que confieren su variedad a todo espectáculo natural: si uno hacía votos por
verlos «mejoran>, era con el mismo candor con que se desea que el tiempo
«mejore» tras el granizo o la helada. Del mismo modo que el asiduo a los pastos
alpinos ha dejado de pensar en el carácter penosamente escabroso de las montañas,
en Bréga-Vieil se nada de ordinario en el seno de un paisaje social
accidentado. La secreta recomendación del Reino era la ausencia completa de
movimiento y la conciencia de que el hombre fija su terreno y lo labra en cuestas
diez veces más duras que las que soportaría en el puente de un navío cuando
este va sobre el mar.
Algunas veces, también podía
suceder que el ojo reconociera, en aquella tierra pulida y fatigada por la
familiaridad de tantas manos, las escaras y las cicatrices del fuego.
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