La trabajadora, Elvira Navarro, p. 77-78
Si me ponía a especular a tenor
de lo que había pasado en los últimos años, las posibilidades eran infinitas: urbanizaciones
fantasma, calles enteras de inmuebles vacíos en el centro, cuyos propietarios
no los alquilaban para jugar con la escasez de oferta y mantener los precios
altos (los bajos de esos edificios eran oficinas y comercios, y las calles tenían
una actividad plena que parecía contaminar incluso las azoteas, plagadas de
carteles); algunas edificaciones con solera que los ayuntamientos habían
comprado y cuya ocupación se permitía porque, aunque se defendía el proyecto de
rehabilitadas, ya ni siquiera había presupuesto para mantenerlas. En una
ocasión saltó a la prensa el caso de un chalet del que solo se había levantado
su estructura porque una familia sin hogar decidió acabar de construirlo para
instalarse. Los miembros de esa familia se convirtieron en famosos durante un
par de semanas, y en los periódicos y en las tertulias se habló del fenómeno de
la autoconstrucción, que había sido relevante durante la posguerra. Por otra
parte, los edificios más viejos del centro llevaban décadas con sus vigas de
madera afectadas por las termitas, y como la reparación de toda la estructura era
dificil y costosa, se multiplicaban las columnas de hierro, lo que hacía que
los inmuebles parecieran estar reconstruyéndose en el interior de una
fotografía antigua. Aunque ningún edificio se venía abajo por una plaga, lo
cierto es que, según escuché en una ocasión, algunos se hundían
considerablemente. Imaginaba a las señoras de los semisótanos, que pelaban las
patatas para el asado, mirando cómo sus ventanas se llenaban de barro frío, con
ese olor denso de la tierra que recuerda a la carne cruda, y arriba una
franjita de luz y calle. Me figuraba que los habitantes de ese tipo de
inmuebles estaban avisados de que algo así podía ocurrir, y que cuando sucedía,
se comportaban como los que viven al pie de un volcán y llevan años atentos a
los suaves hilos de humo que atraviesan los días daros. Muy ordenadamente,
recogían su ropa predilecta y sus portátiles. A pesar del fraude de las
cooperativas, de las calles céntricas cuyos edificios estaban vacíos, de las
urbanizaciones a medio construir, hasta hacía muy poco no había habido
protestas. Los afectados esperaban educadamente a que llegara el juicio
mientras vivían en casa de sus padres o de sus abuelas, y los que alicataban
con sus propias manos las paredes del bajo de la casa que se acababan de
comprar posaban con resignación para los telediarios. La ciudad permanecía más
o menos igual, con su apariencia de caos ordenado, de hecatombe asumida.
(En la foto la urbanización Fadesa en Miño)
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