El libro negro de los muertos, A.S. Byatt, p. 64-65
La visión fue bastante
convencional, en cierto sentido. Fue una visión de Cristo en la cruz; no una
aparición celestial, sino el resultado de un examen anormalmente minucioso de
la estatua exhibida en la iglesia de su parroquia, una talla en madera pintada,
ni buena ni mala, una mediocre talla común y corriente de un cuerpo humano penosamente
suspendido de los clavos que le atravesaban las palmas de las manos, que no
estaban retorcidas de dolor ni desfiguradas por la tensión, sino extendidas en
un gesto de bendición. El cuerpo está mal, pensó, el peso desgarraría los
músculos y tendones mucho antes de que el hombre muriera. En algunos crucifijos
había un soporte para los pies. En éste no. Los pies estaban cruzados, y un mismo
clavo atravesaba de un modo imposible ambos tobillos. El artista había puesto
algún cuidado en representar el tormento de los músculos del torso, los brazos
y los muslos. La herida abierta bajo el corazón tenía una viscosidad muy real;
una sangre pintada irreal e inmovilizada salia de ella en regueros, y el autor
había disfrutado haciéndolos muy variados. No había manchas de sangre en el
taparrabo, que ocultaba cuidadosamente el sexo. El rostro era estilizado.
Alargado, de piel tersa, con los párpados bajos, cerrados como en el sueño, y
la boca entreabierta, sin dejar ver los dientes. Una sangre más artística
goteaba de las mordeduras de la corona de espina en el cabello revuelto. La
carne muerta o agonizante -.-la escultura no era lo bastante buena para saber
si se trataba de una o de otra- tenía un color crema con reflejos rosados.
Pensó: «Pertenezco a una religión que adora la forma de un hombre muerto o
agonizante». Se dio cuenta de que no creía, ni había creído nunca, que la
muerte física de ese hombre se hubiera vuelto hacia atrás, ni que él hubiera
ascendido al cielo, pues el cielo no existía, y todas las descripciones humanas
del cielo dejaban patéticamente claro que el ser humano es incapaz de
imaginarlo lo bastante bien para que su perspectiva resulte atrayente. No
encontraría a la pobre Rosalie en tal lugar, y tenía la impresión de que ni
siquiera quería hacerlo. N o creía que esa desagradable muerte hubiera de
ningún modo borrado los pecados del mundo: el desenfreno de Rosalie, las
maniobras de obstrucción y el empecinamiento de la Iglesia, la muerte de sus
abuelos por la explosión de sendas bombas, uno -su abuelo paterno- durante la
guerra y otro -su abuelo materno en tiempos de paz. Nunca había creído nada de
esto, en absoluto. Se imaginó la época -su vida entera-en que habría dicho que
creía, y se horrorizó al percibirla como un enorme refrigerador zumbando a su
espalda, en el que lo que él había sido conservaba su forma, ni muerta ni viva,
en suspensión. Era un ser humano encorvado bajo el peso de un refrigerador del
tamaño de un hombre.
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