-Después de todo, no soy una
chiquilla para dejar que me intimide -decidió para sí misma Kate mientras
esperaba a la entrada de casa de su suegra.
Cuando había empezado a pensar en
la posibilidad de que fuera ella quien tomara la iniciativa, una de las chicas extranjeras
de Edwina le abrió la puerta.
La casa estaba situada en un
terreno elevado que surgía de una plaza londinense poblada de árboles. A Kate
siempre le sorprendía descubrir que allí había mucho más silencio que en el
campo. Siguió a la chica escalera arriba, hacia el salón. Al subir, frente a
ella, en un descansillo, había un falso dintel diseñado para alargar el pasillo
en una arcada interminable, con numerosas estatuas de emperadores romanos situadas
sobre un pavimento blanco y negro en forma de tablero de ajedrez.
La decoración del comedor era
totalmente blanca, excepto un sofá y una o dos sillas, tapizadas en seda verde con
destellos plateados, y algunas hojas del mismo tono verde que acompañaban a las
flores blancas.
Mientras esperaba a Edwina, que
probablemente aún no se había levantado, Kate no encontró nada que mirar. No
había nada interesante. Era como una habitación de exposición. Ni siquiera pudo
imaginar las hermosas flores blancas marchitándose o perdiendo los pétalos. Reinaba
el silencio. Las dos chicas extranjeras, y cualquier ruido de cacharros que se
vieran obligadas a hacer en la cocina,
quedaban dos pisos más abajo. Arriba, los tablones del suelo crujían
suavemente. «La he pillado en pijama", pensó Kate. Siempre había supuesto
que Edwina se quedaba en la cama hasta el mediodía. ¿Cómo, si no, podía soportar
las trivialidades de la jornada?
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