De Niños en el tiempo de Ricardo Menéndez Salmón, p.45-46
Antares guardaba un recuerdo
precioso de su hijo. Lo denominaba el alzamiento, una versión disminuida y
menos dramática que la imagen de Cristóbal de Licia, el gigante cananeo,
llevando sobre sus hombros al Niño mientras vadean el río. Todo padre sabe lo
que es sentir ese peso sobre los hombros, un peso inexistente y al tiempo
intolerable. Inexistente porque el amor no pesa; intolerable porque el hijo amado
es la sustancia más pesada del mundo. Él había sustituido esa clase de transporte por
una caricia más tenue pero no menos dulce: el gesto universal y abrumadoramente
bello de sostener a un hijo frente a la luz.
El alzamiento sucedió un día de
primavera, al poco de nacer el niño. Antares lo cogió en el jardín, donde
reposaba en su cuna junto al limonero, y levantó aquella masa blanda, cálida y
un poco fétida en dirección al sol. El gazapo, semiciego, notó tras los párpados
la mancha del astro. Toda su cara tembló entonces como el agua de un pozo al
arrojar una piedra. Toda ella se iluminó como el vientre de un pez al ser
arrancado del río. Después el bebé lloró con fuerza, pero no fue un llanto
fruto del hambre, el dolor o el sueño, sino que lloró porque su padre lo retiró
de la fuente que alumbraba sus ojos. Antares comprendió que aquélla fue la
primera nostalgia experimentada por su hijo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario