En el año 1924, el joven físico
Werner Heisenberg obtiene una beca para trasladarse a Copenhague; su deseo es
trabajar a las órdenes del por entonces pope de la física cuántica, Niels Bohr.
En ese momento aún falta una teoría completa que dé cuenta del modo en que los
electrones saltan de una órbita a otra en los átomos. Werner Heisenberg alberga
una serie de intuiciones al respecto que, por
descabelladas, no se atreve a verbalizar ante sus mentores. Años atrás
le había oído decir a Bohr «al llegar al mundo de los átomos, al científico no
le interesa tanto hacer cálculos como crear imágenes». Palabras profundamente
fijadas desde entonces en la mente de Heisenberg, quien las interpreta como «el
científico ha de crear intuiciones».
A principios de junio de 1924,
Heisenberg sufre un ataque de fiebre del heno. A fin de curarse decide pasar diez
días en la solitaria y rocosa isla de Helgoland, mar Báltico, donde, a falta de
plantas, con total seguridad estará a salvo del polen que le activa la fiebre.
Se traslada con libros de física, abundantes notas que durante aquel año había
ido desarrollando por su cuenta, y un libro de Goethe. Debido a la alergia, su
cara presenta grandes hinchazones, lo que le hace ganarse una reprimenda de la
dueña de la pensión donde se aloja, quien piensa que el aspecto del rostro es
producto de alguna pelea; teme que aquel alemán resulte un huésped
problemático.
Heisenberg se concentra entonces
en los problemas de física atómica que en aquellos años preocupan a la
comunidad científica internacional.
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