De Noticias de interior de Paul
Auster, p. 17-18
El Dios que estaba en todas
partes y reinaba en todas las cosas no era un poder de bondad ni amor sino de
miedo. Dios era la culpa. Dios era el capitán de la policía celestial del pensamiento, el invisible y todopoderoso que podía
entrar en tu cabeza y ver todo lo que pensabas, que podía oírte hablar contigo
mismo y traducir el silencio a palabras. Dios siempre estaba vigilando, no
dejaba de escuchar, y por tanto tenías que hacer gala de tu mejor comportamiento en todo momento. Si no,
horrorosos castigos caerían sobre ti, tormentos indecibles, cautiverio en la mazmorra
más oscura, condenado a vivir a pan yagua por el resto de rus días. Cuando
fuiste lo bastante mayor para ir al colegio, descubriste que todo acto de
rebelión acababa aplastado. Veías cómo rus compañeros quebrantaban las normas
con ingenio y brillantez, inventando formas nuevas y cada vez más taimadas de
crear el caos a espaldas de los maestros para salir continuamente impunes,
mientras que a ti, siempre que sucumbías a la tentación y participabas en
aquellas diabluras, acababan cogiéndote y castigándote. Sin falta. Ningún
talento para las travesuras, lamentablemente, y re imaginabas a un Dios
colérico burlándose de ti con un arrebato
de carcajadas desdeñosas, comprendías que tenías que ser bueno ... o atenerte a
las consecuencias.
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