El fogonero
Cuando Karl Rossmann, un joven de
dieciséis años al que sus pobres padres habían enviado a América porque una criada
lo había seducido y había tenido un hijo de él, entró en el puerto de Nueva
York a bordo del barco, que ya había aminorado la marcha, vio la estatua de la
diosa de la Libertad, que venía observando hacía rato, como inmersa en un
resplandor solar más intenso de pronto. El brazo con la espada parecía haberse alzado
hacía un momento, y en torno a la figura soplaba libre la brisa.
,,¡Qué alta! .. , se dijo y, como
no había pensado en absoluto en bajar a tierra, fue poco a poco empujado hacia la
barandilla por una multitud de mozos de cuerda que, cada vez más numerosos,
pasaban por su lado.
Un joven al que había conocido
fugazmente durante la travesía le dijo al pasar: «¿Qué? ¿No tiene ganas de
bajar? ... -Estoy dispuesto .. , dijo
Karl sonriéndole y, por orgullo y porque era un muchacho fuerte, se echó la
maleta al hombro. Sin embargo, al mirar por encima de su amigo, que se alejaba
ya con los otros agitando levemente su bastón, se dio cuenta de que había
olvidado el paraguas abajo, en el barco. De inmediato pidió al amigo, que no pareció
alegrarse mucho, que tuviera la amabilidad de esperar un instante junto a la
maleta, echó una ojeada alrededor para poder orientarse a la vuelta, y se fue a
toda prisa. Al llegar abajo se llevó la desagradable sorpresa de encontrar
cerrado por primera vez un pasillo que le habría servido de atajo, lo que
estaba relacionado probablemente con el desembarco de los pasajeros, y tuvo que
buscar con dificultad su camino a través de un sinnúmero de pequeños espacios,
corredores que zigzagueaban continuamente, escaleras cortas que se sucedían sin
cesar y
No hay comentarios:
Publicar un comentario