Roma se duerme lentamente,
hundiéndose en e! sopor de la noche. En la lejanía. se oye e! eco de una
sirena. Los últimos autobuses, vacíos e iluminados, cruzan con rapidez el asfalto húmedo, y en e!
quiosco un hombre arrebujado en un chaquetón coloca una pila de periódicos.
Delante del Viminale. Algunos trabajadores de la compañia del gas, anaranjados
con sus chalecos fosforescentes, arreglan una tubería. Han encendido un farol que
rasga e! agua de la condensación. fantasmagórico y cegador. De vez en cuando silba
la llama oxhídrica. dejando escapar haces de chispas. La patrulla de la
policía, con la sirena que ulula, asciende por la calle de Cavour, flanquea la basílica así como a los mendigos
que duermen en los bancos, gira a la derecha y enfila la calle de Carla
Alberto.
La luz de la sirena proyecta una
sombra azulada sobre dos negros, o magrebíes, o indios que apresuran el paso y
son indultados gracias a la protección de una furgoneta. La calle es ancha. los
números de los edificios no se leen con la penumbra amarillenta de las farolas.
Los agentes superan coches aparcados en doble fila delante de los contenedores
y a un pinche que arrastra por la calle dos bolsas negras con la basura de un
restaurante. Desembocan en la plaza Vinario sin haber localizado el número 17.
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