Se preguntaba si el muchacho se
habría perdido. Habían empezado el recorrido en un camino trillado medio
cubierto de ruidosos pedruscos; pero el camino se había desdibujado para
reaparecer luego a lo largo de casi un kilómetro más, donde seguía el borde de
un cauce seco y luego moría entre los límites barridos por el viento y los
polvorientos arbustos del desierto. La
camioneta atravesaba rugiendo las largas pendientes de tierra gris. El muchacho
continuaba pisando el acelerador y miraba
directamente hacia delante, como si fuera incapaz de considerar las
posibilidades que se abrían a derecha e izquierda. Iba casi sonriendo; Robin no
sabía si porque estaba nervioso o por el
puro placer que experimenta alguien que conoce un lugar en amedrentar y
desorientar a un forastero. Una botella vacía echó a rodar y tintineó contra los soportes metálicos del asiento
corrido. Robin iba sentado con el codo apoyado en la ventanilla, y se quejaba
sin querer de las sacudidas y los baches: la investigación académica nunca le
había parecido más caprichosa y más física. Se dio cuenta de que él también
sonreía, y de que no sólo estaba conmovido sino también muy contento. Llegaron
a una cresta bastante baja y ante ellos se extendieron cincuenta o sesenta kilómetros
de desierto plateado, rayado por efecto de los rápidos eclipses de luz ventosa
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