Cuchillo, Salman Rushdie, p. 80
Día 7, a las once de la mañana,
Eliza me puso su portátil delante para que viera a amigos y aliados congregarse
en los escalones de la Biblioteca Pública de Nueva York en un acto de
solidaridad. Justo una semana antes, yo estaba tendido en el escenario de aquel
anfiteatro de Chautauqua, pensando que me moría, intentando no morir. Y ahora
cientos de personas se hallaban reunidas en la Quinta Avenida «apoyando a
Salman». Estaba mi amigo el maravilloso novelista Colurn McCann, diciendo de mí
“Je suis Salman” tal como yo y muchos otros, a raíz de los asesinatos de
dibujantes de Charlie Hebdo el 7 de enero de 2015, habíamos dicho “Je suis
Charlie”. Fue muy emocionante y a la vez extraño, convertirse en eslogan.
Suzanne Nossel, CEO de PEN América,
la organización de escritores de la que yo era expresidente, hizo apasionados comentarios.
«Cuando el asesino potencial hundió su cuchillo en el cuello de Salman Rushdie,
hizo algo más que perforar la carne de un renombrado autor. Hendió el tiempo,
volviéndonos a todos bruscamente conscientes de que los horrores del pasado no
habían quedado en absoluto atrás. Cruzó líneas fronterizas haciendo posible que
el largo brazo de un gobierno vengativo llegara hasta un remanso de paz. Pinchó
nuestra serenidad, nos dejó despiertos por la noche contemplando el absoluto
horror de aquellos momentos sobre el escenario, en Chautauqua. E hizo añicos
nuestra confortabilidad, obligándonos a considerar lo frágil de la libertad que
disfrutamos». Esta alocución -y las que siguieron- me dejó al borde del llanto,
pero también pensé: «No le atribuyas tanto poder, Suzanne. Nosotros no nos
dejarnos destrozar tan fácilmente. No hagas que ese joven parezca un ángel
exterminador. Solo es un pobre payaso que tuvo un golpe de suerte».
Hubo más de una docena de
oradores, entre ellos amigos queridos como Kiran Desai, Paul Auster, A.M.
Holmes o Francesco Clemente.
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