LO QUE HE PERDIDO
Ya no tendré más hijos, no
volveré a sentir el calor de un bebé propio contra mi pecho, la ligera
repugnancia al cambiar un pañal y la satisfacción (tan banal, tan completa) una
vez el niño está limpio, tranquilo y reluciente. Ni la identificación, ni el
reconocimiento, ni el afán de protección. Tres kilos y medio de peso ya no
significarán nada para mí. No volveré a creer que algo milagroso ha sucedido y que
lo tengo entre los brazos. No habrá más ropa diminuta que lavar, ni cuna de
mimbre con cortinas de encaje agitadas por la brisa, ni biberones apilados como
torres en el fregadero, ni mantas espumosas de color rosa más pequeñas que mis
chales.
Paso por delante de la sección de
pañales del supermercado sin detenerme, mirándolos de reojo e intentando recordar
la época en que ir a comprarlos era parte de nuestra vida cotidiana y quedarse
sin ninguno un drama terrible, tan grave como quedarse sin tabaco unos años
antes, cuando nos encantaba fumar
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