Ensayo general, Milena Busquets, p. 21
Romeo y Julieta se hubiesen acabado separando, lo sabe todo el mundo. Dos adolescentes apasionados y malcriados, dos niños bien soñadores y noveleros no hubiesen tolerado que su amor se debilitase y se transformase en una amistad, una hermandad, una asociación o como se llame ahora, tampoco hubiesen aceptado tener una relación abierta o permitido que entrasen terceras personas en la partida, aunque eran jóvenes, no eran tontos, en el amor solo existe un número, el dos, ni el uno, ni el tres, ni el cuatro, ni el cinco. Romeo y Julieta no hubiesen claudicado ante el paso del tiempo, ante el temor a estar solos o ante el miedo a la enfermedad, a la vejez y a la pobreza. Romeo y Julieta nunca se hubiesen convertido en un equipo, él nunca la hubiese llamado «mamá» -he tenido suerte en esta vida, me han llamado «puta» alguna vez, pero nunca ningún hombre (a excepción de mis hijos, claro) se ha atrevido a llamarme «mamá-, ella nunca le hubiese repetido lo mismo quince veces y él no le hubiese dicho jamás que era una pesada. Aun así, me alegro de que Shakespeare se lo impidiese
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