Madre de corazón atómico, Fernández Mallo, p. 50
Respecto al, para mí, extraño
hecho de que nos acostumbramos a todo menos a la muerte, en realidad ya había
comenzado a pensarlo muchos años atrás, concretamente en la Navidad de 1997,
mientras leía la biografía que de Ludwig Wittgenstein había escrito Ray Monk,
titulada Wittgenstein. Concretamente cuando llegué al capítulo en el que Monk
describe una anécdota en la que, tal como yo la entendí entonces, son resumidas
y entran en colisión dos grandes tendencias del pensamiento del siglo XX: año
1939, Wittgenstein imparte clases de lógica del lenguaje en Cambridge -lo que en
su caso equivale a decir que imparte clases acerca de sí mismo-, y entre sus
alumnos se encuentra un jovencísimo Alan Turing, quien en pocos años estaría
llamado a inventar el concepto de computadora tal como hoy lo entendemos. En un
momento dado el alumno interpela al profesor por el uso que éste viene haciendo
de la palabra contradicción, y estalla entonces una fuerte discusión. Para Turing,
incurrir en una contradicción equivale a que todo lo que hagas a partir de ese
momento te llevará por un camino equivocado, extraviado, condenado al error.
Por el contrario, Wittgenstein cree que no, que una contradicción jamás puede extraviarte
porque una contradicción «no te conduce a parte alguna; una contradicción,
sencillamente, te paraliza, te deja inmóvil», de modo que no puede llevarte ni
por el camino equivocado ni por el correcto; la contradicción es, simple y
llanamente, la parálisis. Y es en ese sentido wittgensteniano en el que creo
que percibimos la muerte, como una contradicción, un absurdo que ni te deja avanzar
ni te permite retroceder, una parálisis a la que resulta imposible acostumbrarse
y de la que sólo te escapas haciendo metáforas, alegorías y ficciones.
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