Tres años y medio después, volví a Estados Unidos.
Era julio de 197 4, y cuando
deshice las maletas aquella primera tarde en Nueva York, descubrí que mi
pequeña máquina de escribir, una Hermes, estaba destrozada. Con la tapa
abollada, las teclas dobladas, torcidas y deformes, no parecía tener la más
remota posibilidad de arreglo.
No podía comprarme una nueva. En
aquella época rara vez me sobraba el dinero, pero en aquel preciso momento
estaba sin blanca.
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