La última función, Luis Landero, p. 119
Y lo llevó a una churrasquería.
Nada más sentarse, se apoderó de la carta y dijo: «Déjame a mí, yo pido por los
dos». De entrantes, pidió algo así como torreznos, mollejas, riñones, tres
tipos de morcilla, callos, croquetas, albóndigas de liebre, pasteles de
cordero, sesos de ternera... , de primero pidió un potaje de garbanzos, y por
encima dos chuletones de buey, con sus guarniciones de patatas y pimientos
fritos, y de postre una tabla de quesos y una tarta de hojaldre con nata y
chocolate ... Nada más servirles el primer plato, Amalia se puso unos lentes
con ceremonioso aire profesoral, y aquella fue la señal para empezar a comer y
a beber. Amalia comía con concentración, pulcritud y eficacia, y Tito, que era
torpe y de poco comer, esforzándose, dando tajos inciertos con el cuchillo en
toda aquella carnicería, y dejando su lado de la mesa lleno de manchas, huesos,
mondas y pellejos. Amalia se comió también lo que él dejó. Había engordado,
aunque no en la medida en que comía, y su boca, aquella boca perezosa y pueril,
seguía allí, masticando, engullendo, saboreando, relamiéndose, y tan sensual y
tentadora como siempre.
Pasaron la tarde juntos, se
contaron en esbozo sus vidas, merendaron chocolate con ensaimada, recordaron luego
los viejos tiempos, y cenaron en un italiano, donde no faltó el risotto, la
pizza y la lasaña. Aquella mujer era una auténtica tragaldabas. Y, según comía y
bebía, Tito observó que se ponía insinuante, lúbrica, mimosa. Así que remataron
el día en casa de Tito, y entre chupitos de licor, juegos, bromas y risas,
acabaron en la cama, y ella se comportaba allí lo mismo que en la mesa,
insaciable y voraz. Porque, como Tito no tardó en descubrir, en Amalia la
lujuria y la gula iban siempre juntas, y no existían una sin la otra, y se alentaban
y provocaban entre sí. Era todo la misma cosa.
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