Le había ocurrido otras veces. Quizá porque estaba acostumbrada a memorizar. Pero nunca una frase, «el tiempo amortajado por telarañas de niebla», se le había quedado grabada de un modo tan insistente sin conseguir, no obstante, recordar su procedencia. Tal vez, aventuraba, la habría leído en una novela de Coetzee, su autor preferido, alguna de cuyas obras solía llevarse consigo en los viajes. O en el librero de una partitura. Últimamente recibía muchas. A menudo de jóvenes compositores, o no tan jóvenes. Algunos le pedían apoyo: «Si aceptara el papel escrito a su medida, para su voz excepcional, todo sería más fácil». Otros se conformaban con que les diera consejos que tendrían en cuenta de manera absoluta, insistían, aunque lo que solicitaran, de modo menos o más encubierto, fuera una recomendación.
Repetía la frase, tan literaria,
en exceso libresca, porque le parecía que traducía con palabras lo que le había
ocurrido durante ese «tiempo amortajado», al que necesitaba volver. Solo así
podría diluirse la niebla que le permitiría contemplarlo, tras limpiar las
telarañas que lo cubrían. Si era capaz de hacerlo se sentiría por fin a salvo.
Y por eso iba a exigir a su representante que aplazara por un año los contratos
firmados, le gustara o no, le costara mucho o poco esfuerzo, porque su decisión
era absolutamente irrevocable.
Se había comprometido consigo
misma a resucitar «el tiempo amortajado» poco antes de que Pandora Brunellesky muriera,
cuando esta le contó lo que había sucedido en Fosclluc después de su marcha del
pueblo.
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