El huerto de Emerson, Luis Landero, p. 130
Veréis, yo tengo una prima
hermana, mi prima Antonia, que debe de andar muy cerca ya de los cien años, que
va diciendo por ahí desde hace mucho tiempo que yo no he escrito los libros que
he escrito, que en qué cabeza cabe que yo sea capaz de escribir libros. «¿No
veis que yo lo vi nacer y lo vi criarse desde bien chico?», argumenta, y
sostiene que los libros me los escribe mi mujer y que luego yo los firmo y me
llevo el mérito y la fama. Pero no hay mala intención en sus palabras, ni da a
entender siquiera que eso pueda ser un engaño, una rareza o un agravio, sino
que lo dice corno la cosa más natural del mundo, porque los negocios entre
hombres y mujeres siempre fueron así. Eran ellas las que se atareaban en la
sombra, las que se afanaban a escondidas, las que hacían los incontables
trabajos de diario con tan menudo ahínco que nadie reparaba en ello sino que
parecía que las cosas se resolvían por sí solas, o por intercesión de alguna fuerza
etérea, y eran también ellas, las hadas con alpargatas y mandil, las que aún
sacaban tiempo -¿cómo lograrían convertir el día en un pozo inagotable de
tiempo?- para ayudar a tejer los delirios y sueños de los hombres. Por eso mi
prima Antonia pensaba que la idea de
escribir libros sería mía, sí, y que acaso yo los tenía inventados en la
cabeza, pero que quien los había hecho de verdad era mi mujer, como venía
ocurriendo desde siempre.
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