Mecanismos internos, JM Coetzee, p. 207
«Ahora me doy cuenta por primera vez -le escribió William Faulkner a una amiga, recordando desde la posición ventajosa que le daba estar en plena cincuentena- de qué asombroso don he tenido: haber hecho, sin ninguna clase de educación formal, sin siquiera tener compañeros muy instruidos, mucho menos literarios, las cosas que hice. No sé de dónde salieron. No sé por qué Dios o los dioses o quien fuera me escogió a mí de recipiente.»
Esa incredulidad que con estas
palabras asegura sentir Faulkner no es del todo sincera. Para la clase de
escritor que quería ser, tenía toda la educación, incluso todo el conocimiento
libresco, que necesitaba. En cuanto a la compañía, tenía más que ganar de
vejetes parlanchines de manos nudosas y larga memoria que de littérateurs
decadentes. De todas maneras, es normal un grado de asombro. ¿Quién habría
imaginado que un muchacho de un pequeño pueblo de Mississippi sin ninguna
distinción intelectual excepcional se convertiría no solo en un escritor
famoso, célebre en su país y en el extranjero, sino también en la clase de escritor
en la que se convirtió: uno de los innovadores más radicales de los anales de
la ficción estadounidense, un escritor de quien aprenderían las vanguardias
europeas y latinoamericanas?
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