Tres enigmas para la organización, Eduardo Mendoza, p. 176
-Ah, eso ... -dice el jorobado-. He de andar con tiento, sí. Pero ustedes no tienen nada que temer. Aquí estoy muy a gusto. Y mis trastornos no son congénitos. Los adquirí con los años y tal como vinieron se pueden ir, o eso dice el doctor. La que sí es congénita es la deformidad. Nací con ella. Mis padres se llevaron un buen disgusto, como es natural. Cada uno por su cuenta estudiaba el árbol genealógico del otro para ver si encontraba un antepasado a quien achacar aquel percance genético. Ninguno quería asumir la responsabilidad y por el empeño de achacársela al otro arruinaron su relación matrimonial. Por supuesto, acudieron a un montón de especialistas para tratar de solucionar el problema, pero ya saben ustedes lo que pasa: cuando uno consulta a varios médicos buscando el diagnóstico más favorable, acaba ahogado en un torbellino de opiniones contradictorias. Uno proponía píldoras; otro, inyecciones; otro, cirugía; otro, ejercicios. Lo probaron todo, y entre unas cosas y otras adquirí los trastornos que ahora me estoy tratando. De mejorar la pinta, en cambio, nada. Y o, conforme crecía, me iba dando cuenta del embrollo ocasionado bien a mi pesar y buscaba la manera de compensarlo. Cuando empecé a ir al colegio trataba de sacar las mejores notas para que mis padres estuvieran orgullosos de mí al menos en ese terreno. Estaba atento en clase, hacía los deberes a conciencia, aprendía las lecciones de memoria y me aplicaba mucho en todo. Pero fue inútil: los profesores me tenían tirria porque alborotaba la clase. Los niños se burlaban de mí, yo me enfurecía y, como era tan corto de miembros, me caía del banco, los compañeros se reían y me saltaban encima. Donde yo estaba, reinaba la indisciplina. Por culpa de mi mal carácter. No sé si conocen al Increíble Hulk. Y o era igual, pero en vez de volverme verde, me ponía rojo como un tomate.
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